Visto y releído en perspectiva, Drácula no fue más que un pobre tipo, un perdedor nato (o, mejor dicho, no-muerto), un monstruo de escasa ambición. El conde transilvano –cansado de la Europa más primitiva– apenas quería conocer Londres, seducir a un par de señoritas aburridas de sus novios victorianos y pasarla bien sin molestar mucho.
Tanto tiempo después, las reglas del género y el tipo de sangre han sufrido extrañas mutaciones: ahora los vampiros buscan nada más y nada menos que la dominación mundial, la inserción en una sociedad a someter fingiendo beber sangre artificial y, de paso, convertirse en los chicos más populares del instituto secundario.
Así, el vampiro como virus: como vampirus.
Y aquí llega Justin Cronin con ganas de enmendar tanto absurdo pero tropezando en el intento víctima de su propia nobleza y ambición. Cronin (Nueva Inglaterra, 1962) había firmado dos más que encomiables novelas realistas y “literarias” –los relatos encadenados de dos maestros de colegio secundario en Mary and O’Neil y el drama familiar post-vietnamita The Summer Guest– que lo definían como un más que digno aprendiz de Richard Russo. Es decir: alguien con premios en las paredes del estudio pero poco dinero en el bolsillo. Cabe pensar que una mañana, cansado de estar cansado, Cronin miró a su alrededor, exclamó “¡Vampiros!” (su versión del asunto es que no hizo más que responder a la súplica de su hija de ocho años, cansada de sus libros “aburridos”) y se propuso escribir algo así como La guerra y la paz en plan nosferatu.
Enseguida, propuesta a editorial (trilogía es la palabra siempre mágica), adelanto de casi 4.000.000 de dólares, contrato con Ridley “Gladiator” Scott para la adaptación al cine, y a aletear hasta las cornisas más altas de las listas de ventas. Lo que no está mal, lo que no es condenable; porque las primeras 300 páginas de El pasaje cumplen con creces apoyándose en parámetros no por conocidos menos eficaces yendo de la tecno-jerga a la siempre eficaz niña-frágil-pero-todopoderosa. Aquí hay mordidas a Soy leyenda de Richard Matheson y, muy especialmente, a Salem’s Lot y a The Stand de Stephen King, presentando a una raza de vampiros saltarines que llegan desde ¡¡¡las selvas bolivianas!!! para ser investigados como posible medicina universal y/o arma definitiva por los descerebrados cerebros del Pentágono quienes, por supuesto, los confinan a una instalación de máxima seguridad que no resulta tan segura. Si alguien como un soldado puede pasarle información top-secret al pálido y voraz Julian Assange, imagínense de lo que es capaz un contagiado de lamento boliviano con hambre al que le dejan la puerta abierta. Cronin cuenta todo esto –el principio del fin– con prosa segura e inspirada y, de paso, consigue un personaje inolvidable: el melancólico agente del FBI Brad Wolgast. Pero en la página 309 ocurre algo más terrible que terrorífico: la trama salta casi un siglo en el futuro, aterrizamos en un confuso paisaje post–apocalíptico estilo Mad Max, y Cronin resuelve que ahora lo suyo será una variación anfetamínica, anabólica e hipetrofiada de La carretera de Cormac McCarthy con demasiados personajes parecidos, abuso del recurso “ese que pensabas había muerto sigue vivo”, mal aliento tolkienista, y una avalancha de datos y fechas y fragmentos de diarios cuya aclaración, esperemos, sea exigida con firmeza por la hija de Cronin en las dos próximas entregas.
Nada de esto sucede –ya no se siente inquietud o desilusión alguna– en otra novela vampinfecta recientemente publicada: Oscura (Summa de Letras). Segunda parte de la Trilogía de la Oscuridad firmada por Guillermo Del Toro y Chuck Hogan que –asimilado el gran desencanto que resultó Nocturna– hasta se puede disfrutar con una sonrisa boba intentando no pensar en cuándo terminará la crisis, la crisis económica y no virósica. En cualquier caso, Del Toro y Hogan nos ofrecen de nuevo algo que empezó como proyecto de serie televisiva pero se lee como un videogame en el que los héroes del asunto –dos científicos epidemiólogos, un muchacho, un cazador de vampiros sobreviviente de un campo de concentración nazi, un exterminador de ratas profesional y un luchador mexicano que recuerda un tanto a un freak made by Tarantino– se enfrentan a una plaga de sanguijuelas humanas resueltas, como Frank Sinatra, a ser parte de Nueva York. A la fiesta se suma –en una suerte de guiño a Anne Rice y recordando un poco demasiado a Los vampiros de la mente de Dan Simmons–- un grupo de vampiros de alcurnia a los que no les causa ninguna gracia el descontrolado surgimiento de una nueva clase popular e ilegal de chupasangres dispuestos a emigrar a todas partes sin pagar peaje o impuestos. El final –por el momento– es, sí, oscuro.
De ahí que tal vez resulte recomendable –luego de tanta épica y combate y (continuará...)– llamar a la más modesta pero tanto más hospitalaria puerta de Los Radley de Matt Haig (Reservoir Books). Una muy british comedia de costumbres que funciona bastante bien como cruza de Nick Hornby con aquellas venerables farsas de los Ealing Studios mientras parodia –-apenas subliminalmente– las tonterías de Stephenie “Crepúsculo” Meyer y Charlaine “True Blood” Harris. Haig –cuya novela pronto será filmada por Alfonso Cuarón– propone una aproximación clase media del mito con seres no tan poderosos o inmortales, más preocupados por pasar inadvertidos que otra cosa, y deseosos de no recaer en su “adicción” a la hemoglobina.
No es sencillo, claro.
Y –a destacar la figura del Tío Will– enseguida volvemos a descubrir lo que ya sabíamos desde siempre: pocas cosas tan virulentas y desangran y atemorizan más y tienen los colmillos más afilados que la propia familia.
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